jueves, 4 de julio de 2013

Que me parta un rayo

El otro día fue uno de esos días.

Partes en conflicto que pese a llegar a un acuerdo para evitar el pleito (circunstancia que interesaba a ambas por diferentes motivos) no pueden evitar manifestar esas rencillas. Ese “micro-odio” puntual que tan a menudo vemos los abogados en nuestro ejercicio profesional.

Uno de ellos aún tiene que pagar lo acordado, pero bueno, voluntaria o ejecutivamente lo hará (poco dinero y solvencia mediante).

Entonces todo termina. ¿o no?


Se derrumba. Tras meses sin ver a la otra parte del conflicto todo vuelve a aflorar. Lo odia. Mucho. Recuerda todo de repente y los nervios y rencores se manifiestan de nuevo.

Es aquí cuando tenemos que hacer un intrusismo profesional descarado. Aparece el psicólogo que llevamos dentro. Los abogados de verdad, los que tratamos con la gente de a pie, lo somos una y mil veces a lo largo de nuestra vida.

Una parte de nosotros mismos sabe que es un trabajo tan importante o más que el asesoramiento jurídico y la defensa. Transmitirles que no están solos. Que aunque nadie nos ha entrenado ni preparado para ello, ahí estamos. Para escuchar. Para sosegar. Para tranquilizar en las causas ganadas o de muy probable victoria, y para consolar o hacer ver el rayo de esperanza en las causas perdidas.

¿Acaso no estamos para eso?

Somos la cordura, el ánimo y la realidad de quien viene a nosotros.

Qué una persona te mire a los ojos y te diga: sé que has hecho todo lo que has podido. Gracias.

Pero no un gracias cumplidor. Un gracias que se ve a la legua que sale del corazón, precisamente por la mirada. Esa mirada.

Somos la calma. Los que ponemos certeza en sus incertidumbres. Amigos, familiares, compañeros de trabajo: todos le han dado una opinión diferente sobre su tema. Somos su aspirina para el dolor de cabeza, su calmante.

Que una persona venga envuelta en oscuridad, y se vaya con ese halo de esperanza. Que se vaya muchas veces con las ganas de haberte dado un abrazo, que no se lleva a cabo en ocasiones por la necesidad de guardar las distancias.

Decirle a una persona que no se preocupe, que no le va a faltar jamás un plato de comida o dinero para pagar el alquiler por tener que pagarte a ti. Y ver de nuevo su mirada. La gratitud. Diciéndote sin palabras: Gracias por todo.

Todo eso y dolores de cabeza, insomnio, noches largas, incapacidad de desconexión, horas de ordenador, esperas, paseos, viajes en vano, suspensiones, fotocopias, cafés de máquina y la sensación constante, para bien o para mal, de estar vivo. MUY VIVO.

Y si eso no es la Abogacía que me parta un rayo.

Javier Blasco Sánchez

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